La Navidad siempre había sido una fecha cargada de ruido: risas, mesas largas, brindis repetidos y canciones que se escuchan año tras año. Pero ese diciembre fue distinto. Para ella y para él, la Navidad llegó envuelta en silencio, pantallas encendidas y una distancia que no se medía en kilómetros, sino en ausencia física.
No estaban juntos. Y sin embargo, se pensaban más que nunca.
Mientras ella acomodaba un pequeño árbol en la esquina de su sala, él miraba luces colgadas en una ventana lejana. Dos espacios distintos, dos husos horarios quizás, pero una misma sensación: la de querer compartir lo simple. Un café caliente. Un abrazo lento. Una noche sin prisa.
La distancia en Navidad pesa más. No por la soledad en sí, sino porque la fecha invita a la cercanía. Todo alrededor parece recordarte lo que falta: las parejas tomadas de la mano, los mensajes que dicen “ven pronto”, los villancicos que hablan de hogar. Y aun así, ellos decidieron no convertir esa ausencia en tristeza, sino en presencia consciente.
Se escribieron temprano ese día. No grandes promesas. No discursos eternos. Solo palabras sinceras: “Estoy aquí.” “Pienso en ti.” “Te celebro, aunque no te toque.”
Descubrieron que amar a la distancia en Navidad no es idealizar, sino sostener. Es confiar cuando no hay pruebas inmediatas. Es elegir al otro incluso cuando no se puede compartir la mesa. Es aprender que el amor no siempre se mide por proximidad, sino por constancia.
Ella envolvió un regalo que no enviaría todavía. Él guardó una carta que no leería en voz alta. Ambos entendieron que el amor también puede habitar en lo que espera. En lo que se cuida. En lo que no se apura.
A cierta hora, cada uno encendió una vela. No fue un ritual pactado, pero ocurrió igual. Como si el corazón supiera. En ese gesto pequeño hubo una certeza: el amor verdadero no se suspende por la distancia; se transforma.
La noche avanzó. Las familias se reunieron. Las pantallas se apagaron por momentos. Y aunque no se escucharon al mismo tiempo, ambos miraron al cielo con el mismo deseo silencioso: que el próximo diciembre los encontrara más cerca.
Pero incluso si no fuera así, ya habían aprendido algo esencial: que amar en Navidad a la distancia no es estar incompletos, sino estar comprometidos. Que no todo amor necesita presencia física inmediata para ser real. Y que hay vínculos que no se enfrían con el invierno, porque fueron construidos desde la verdad.
Esa Navidad no fue perfecta. Fue honesta. Fue paciente. Fue profundamente humana.
Y en medio de luces lejanas y abrazos imaginados, comprendieron que el amor no siempre llega envuelto en papel brillante. A veces llega en forma de espera, de confianza y de fe tranquila en que lo que es verdadero sabe encontrar su tiempo.

