Cumplir 70 años no llegó como un golpe, llegó como una pausa. Una de esas pausas profundas que no piden respuestas rápidas, sino honestidad. Setenta años vividos pesan, sí, pero no como una carga: pesan como una historia larga, llena de capítulos que no siempre fueron fáciles, pero que merecen ser contados.
A los 70, la pregunta “¿y ahora qué?” ya no nace de la urgencia, sino de la conciencia. Ya no se trata de demostrar nada al mundo, sino de entenderse a uno mismo. Mirar atrás sin nostalgia destructiva y mirar adelante sin miedo. Saber que el tiempo cambia la forma de vivir, pero no anula el deseo de seguir sintiendo sentido.
He aprendido que llegar a esta edad es un acto de resiliencia. No todos llegan. Y quienes lo hacemos, llegamos con pérdidas, duelos, despedidas, pero también con una fortaleza silenciosa que no siempre se reconoce. He amado, he fallado, he vuelto a empezar. He visto irse a personas importantes y he aprendido a quedarme conmigo cuando el silencio se hizo grande.
A los 70, el cuerpo habla más claro. Ya no se le exige como antes, se le escucha. El cuidado deja de ser vanidad y se convierte en respeto. Aprendo a caminar a mi ritmo, a descansar sin culpa, a valorar la salud como un regalo diario, no como una garantía eterna.
También cambia la forma de relacionarse. Ya no quiero vínculos que desgasten, ni conversaciones vacías, ni afectos a medias. Quiero calma, verdad, presencia. Quiero gente que sume, y la serenidad suficiente para soltar lo que resta. Si el amor llega, que llegue sin juegos. Y si no llega, he aprendido que la soledad también puede ser un lugar digno y tranquilo.
A los 70, aún hay sueños. Tal vez no los de antes, pero sí más sinceros. Sueños que no buscan aplausos, sino coherencia. Aprender algo nuevo, reconciliarme con partes de mi historia, disfrutar lo simple, agradecer lo cotidiano. La vida ya no se mide por lo que falta, sino por lo que todavía se puede vivir con sentido.
Sin embargo, hay momentos de incertidumbre. Días en los que surgen preguntas profundas: ¿Estoy en paz con lo que fui? ¿Con quién quiero compartir lo que queda del camino? ¿Estoy viviendo o solo resistiendo?
Y esas preguntas no son debilidad. Son humanidad.
Tengo 70 años, y ahora elijo vivir con conciencia, con gratitud por lo vivido y con la valentía tranquila de quien sabe que cada día aún puede tener sentido.
Y si hoy no sabes bien por dónde empezar, pedir ayuda también es una forma profunda de fortaleza.
Por eso, si en esta etapa de tu vida te sientes confundido, cansado emocionalmente, atravesando cambios, duelos o decisiones importantes, no tienes que hacerlo solo. Acompañarte terapéuticamente no significa que estés fallando; significa que te estás cuidando.
En nuestras sesiones terapéuticas, ofrecemos un espacio seguro para hablar sin juicios, ordenar emociones, resignificar la historia personal y construir esta etapa desde la serenidad y la dignidad. Nunca es tarde para sanar, para comprenderse mejor, para vivir con más calma.
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