Él nunca imaginó que el sentimiento llegaría así, sin anuncio. Una tarde cualquiera, mientras caminaban entre conversaciones sencillas y risas que parecían desafiar al tiempo, comprendió que había un lugar al que siempre quería regresar: la presencia de ella.
No fue un destello repentino ni un impulso arrebatado. Fue algo más profundo, más sereno. Como cuando uno descubre que una casa no es solo un techo, sino un refugio. Así se sintió él a su lado: en refugio. Y desde ese instante, el deseo de permanecer juntos dejó de ser una idea bonita para convertirse en una necesidad amable del alma.
Cada gesto de ella, una mirada cómplice, una palabra que calmaba, una forma de escuchar que hacía que el mundo se apaciguara, le revelaba que el “para siempre” no está hecho de promesas grandilocuentes, sino de actos pequeños que se repiten con cariño. Estar juntos no era una fantasía idealizada; era un acuerdo silencioso de cuidar lo que estaban construyendo.
Con el tiempo, él entendió que permanecer a su lado no significaba detenerse, sino avanzar juntos. Había días luminosos y otros más densos, pero en todos descubría algo que lo hacía querer quedarse: la manera en que ella lo impulsaba a ser mejor sin exigirlo, la paz que encontraba en su compañía, la sensación de que el futuro no asustaba mientras pudieran compartirse los pasos.
Así, sin prisas ni dramatismos, él tomó la decisión más importante de su vida: no porque el destino lo hubiera dictado, sino porque el corazón, por fin maduro, le susurraba una verdad simple y profunda.
Quería caminar a su lado. No solo hoy. No solo mañana. Mientras la vida lo permitiera, para siempre.

