El amor a distancia


Dicen que el amor a distancia es solo para valientes, pero ellos descubrieron que también es para quienes saben escuchar el eco del alma cuando el cuerpo no puede estar cerca. La historia entre ambos no empezó con un abrazo, sino con una conversación que creció sin pedir permiso, como esas semillas que encuentran tierra fértil donde menos se espera.

Las horas se cruzaban entre pantallas, mensajes y llamadas que terminaban siendo más largas que las noches mismas. No tenían la cercanía física, pero sí algo que no muchos logran aun estando juntos: una presencia constante. Aprendieron a conocerse por la forma en que el otro respiraba, por el silencio que decía más que cualquier palabra, por la manera en que cada uno esperaba al otro al final del día.

La distancia, al principio, fue un desafío; luego, una maestra. Les enseñó paciencia, comunicación y la importancia de decir las cosas antes de que la imaginación intentara completarlas. También les enseñó a valorar los pequeños detalles: un “llegué bien”, un audio de dos minutos, una foto del amanecer que cada uno quiso compartir para sentirse acompañados incluso desde ciudades distintas.

Pero lo más sorprendente fue descubrir que, aunque los kilómetros no se acortaran, el vínculo sí lo hacía. La distancia comenzó a ser un puente en lugar de un muro. Un puente que no se construía de concreto, sino de confianza, verdad y ganas reales de coincidir algún día en un mismo lugar.

Y así, mientras la gente opinaba, dudaba o advertía, ellos siguieron adelante. No porque fuera fácil, sino porque habían encontrado algo que valía cada espera, cada día sin tocarse, cada noche en que la pantalla era lo único que los unía. El amor a distancia, para ellos, no era un amor incompleto: era un amor que se fortalecía en la ausencia y se celebraba en cada reencuentro futuro.

Porque a veces, y ellos lo sabían bien, la distancia no separa; solo prueba cuánta verdad hay en lo que se siente.